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Con el corazón en la mano

Habrán notado que estuve ausente las últimas semanas. Creo que intenté evitar, por todos los medios, poner por escrito lo que me estaba pasando. Y sentía deshonesto y banal hablar de cualquier otra cosa que no estuviera relacionada con todo esto.  Tenía miedo de que al verbalizar aquello que me perturbaba, que no me daba paz, lo haría aún más real, más presente, ineludible. Hoy creo que en realidad la única forma de exorcizar el miedo es ponerlo en palabras, sacarlo afuera y dejarlo ir.

Tengo problemas con el manejo de situaciones estresantes. Por lo general soy una persona inquieta, que emprende actividades diversas. Me interesan la política, las fundaciones, lo académico, lo artístico. El tema es que empiezo poniéndome las pilas y al poco tiempo, al notar mi buena predisposición o mis ganas de hacer cosas, terminan cargándome con más y más actividades, de modo tal que a las pocas semanas termino escapando indefectiblemente de lo que fuera había empezado.

Hago terapia desde que tengo 15 años, con algunos años de interrupciones entre medio. Empecé yendo por un Trastorno Obsesivo Compulsivo (más conocido como TOC), que irrumpió en mi vida a la tierna edad de 12 años y con el que tuve que vivir por 3 años más sin diagnosticar hasta que mis padres se dieron cuenta que algo no andaba bien. Hoy en día se trata de un trastorno más conocido, más aceptado, más «común», por decirlo de alguna manera. En aquel tiempo para mi familia era algo casi estigmatizante. Además de tener que pelear con ese demonio interno, sentía la vergüenza de no ser «normal». Me decían que no dijera nada de mis visitas al psicólogo, mucho menos de la medicación que esporádicamente devenía necesaria, ni siquiera al resto de mi familia. Por años viví con miedo a no encajar, a no ser aceptada, a ser el bicho raro, discriminada. Aún ahora, seudónimo mediante, me cuesta hablar de esto.

Para el adentro luchaba con algo que no comprendía, que me torturaba, que me seguía adonde fuera. Para el afuera luchaba con problemas de socialización porque no sabía cómo relacionarme con mis pares. La burbuja que supuestamente me protegía me alejaba de la gente. Fueron años de pelearla, de tratar de reconstruirme. No es fácil cambiar la esencia. De muy chica tomé inconscientemente la decisión de que no era esa la persona que yo quería ser. No quería que esa condición me definiera y resultara una excusa, un lugar fácil donde esconderme y decir » no puedo porque no estoy bien». Elegí el camino difícil, pero el único que me daba la posibilidad de llevar una vida plena eventualmente. Con el tiempo empecé a hacer amigos, a salir a bailar, a dejar atrás complejos. A los 18 años me dieron el alta, el TOC era parte del pasado. Me fui a Alemania, salí con chicos, empecé de nuevo en un lugar donde ni un alma era conocida y ese bagaje, esa carga que había llevado era una mochila invisible. Y fui muy feliz.

Y luego hubo que volver. Empezar la universidad. Lidiar con un corazón roto. Pasar por un bloqueo de meses que casi me llevó a perder un año en la facultad y del que repunté a manotazo de ahogado. Luego vino nuevamente la paz, aunque sólo en apariencia. Desde que volví de mi intercambio supe que San Juan no era más mi lugar. Nunca pude volver a acomodarme del todo, sentirme cómoda. No volví a sentir esa libertad. Y la angustia fue creciendo silenciosamente como bola de nieve. El hecho de tener que volver a vivir con mis padres para poder terminar con mis estudios, de volver a un ambiente que no es el que yo hubiera elegido de tener más opciones empezó a repercutir en mí.

En julio comencé con ataques de pánico. Tres o cuatro en una semana. Boyfriend se desesperaba porque lo único que podía hacer era escucharme ahogarme y quedarme sin aire por el teléfono, mientras me murmuraba frases tranquilizadoras. Ya en terapia seguí trabajando en eso, me medicaron por estrés porque descubrieron un desarreglo químico que podía ser el causante.

Empecé a hacer cuentas para el dichoso viaje a visitar a Boyfriend. Los números no me cerraron, no eran los que yo esperaba ver, y para poder ir tenía que endeudarme feo. Pudiendo trabajar sólo esporádicamente, y ganando quinientos pesos si es que podía trabajar ese mes, se entiende que en mi caso endeudarme no resulte aconsejable. Finalmente pusieron las fechas de exámenes, y me di cuenta que si me iba aunque fuera cuarenta días atrasaba todo aún más. Y ahí el pánico a perder a Boyfriend, a que la distancia dejara de ser algo sólo físico para ser emocional. En el medio de todo, empecé a colaborar voluntariamente con un partido político chiquito, relativamente nuevo, formado por gente excelente que nunca se había metido en política antes y estaba harta de la situación actual. La suma de cosas desencadenó en otro ataque de pánico el miércoles pasado.

El sábado iba manejando de vuelta a casa, cuando mi mano derecha comenzó a moverse sola. Estacioné a un costado, le pedí a mi mamá que siguiera manejando ella sin decirle el porqué. A los pocos kilómetros parecía que mi brazo había cobrado vida propia, se movía en todas direcciones golpeando mi pierna, la puerta del auto, sin parar. Para cuando llegué a casa la pierna derecha corría la misma suerte. Llamaron a la ambulancia, aparecieron una doctora muy simpática y dos enfermeros que me sujetaron. Me medían la glucemia, la presión, la temperatura. Terminé con suero en un brazo y una ampolla entera de calmante encima, con la recomendación de que fuera urgente a un neurólogo, pero que podía ser sólo estrés. El domingo yo me había ofrecido como voluntaria para Fiscal General, como cada vez desde que voto. No pude. Boyfriend me acompañó todo el día computadora mediante, dado que es el único recurso que tenemos por ahora. A la noche otro episodio similar, pero ya con todo el cuerpo. Sentía la cabeza levantarse y golpear de nuevo contra el colchón varias veces, sin parar. Mi mamá llamando de nuevo a la ambulancia, y a mi papá para que volviera a casa. De nuevo los médicos, esta vez inyección en la cola y el médico diciendo que no creía que fueran convulsiones sino crisis nerviosa, pero que fuera al neurólogo por las dudas. Todavía no puedo conseguir turno, pero supongo que mañana ya podré ir. Boyfriend me acompañó hoy de nuevo todo el día desde la compu. Tenía mil cosas que hacer y se las arregló para volver a chequear mi estado entre una y otra. Es un santo. Nunca en mi vida quise a alguien tanto como a él.

Así que en eso estoy. No quiero pecar de desagradecida ni de quejosa, porque es cierto que en muchas cosas he sido una privilegiada. Tuve una buena posición económica y muchas posibilidades. Pero el hecho de que mis padres tengan dinero no quiere decir que yo lo tenga. Y aprendí que para el afuera puede parecer todo muy lindo y perfecto, pero si adentro está nublado pocas cosas cuentan. Es sólo una época, no de las más lindas por cierto, y va a pasar. Creo que estas cosas sirven para fortalecerse. Pero también es cierto que uno no puede ir para adelante sin hacer un parate y mirar hacia atrás y hacia el costado.

Y hoy elijo, nuevamente, seguir para adelante.


Decisiones

Les conté en algún momento que Boyfriend planeaba venir en enero a visitarme. Como los dos estamos tapados de fechas y actividades (yo todavía arrastrando finales y él por presentar su tesis doctoral, no me pregunten de qué se trata porque todavía no lo entiendo bien y ya me da vergüenza volver a preguntarle, pero sé que tiene que ver con idiomas y que es muy difícil), no volvimos a vernos desde abril. Y lo extraño, y mucho.

Llevaba un par de meses imaginando el reencuentro, cuando de repente la siguiente imagen cruzó por mi cabeza: Boyfriend, alemán de pura cepa, acostumbrado al frío, la nieve y las temperaturas bajo cero, instalado en San Juan, en pleno enero con 45° promedio, justo en esa época en que todo sanjuanino que tiene ahorros los invierte (no es gasto, es inversión en este caso) para escapar despavorido del calor agobiante del desierto. Lo imaginé semi rostizado, sin querer salir a la calle (a veces juraría que, en días de viento Zonda, se siente algo muy parecido al fuego en el aire) y mirándome con odio por haberlo sometido a eso.

Entonces lo decidí. ¡Me voy yo! Llevaba cuatro años ahorrando para poder comprar un pasaje a Alemania cuando me recibiera y pasar tres meses de vacaciones vagando por Europa. Saqué cuentas y mis míseros ahorros de estudiante full time, que sólo puede trabajar dos mañanas por semana, apenas me alcanzaban para comprar el pasaje. Tengo una cantidad mínima de dinero para gastar allá. Pero no me importa. Voy a pasar un mes y medio con Boyfriend y mi familia de intercambio allá, lejos de todo. Y creo que nunca necesité eso más que ahora.

En los próximos días compro pasaje. Estoy esperando a que la gente divina de mi facultad (reemplacen divina por el epíteto que les plazca) cargue las mesas de noviembre y diciembre así puedo planificar y no perder ningún turno (aunque parezca mentira todavía no lo han hecho). Mientras más me atrase con la facultad, más lejos está la mudanza definitiva a Múnich. Boyfriend me ofreció pagarme el pasaje, pero le dije que no. Prefiero hacerlo yo. Por un lado por una cuestión de independencia y libertad. Por el otro siento que, de alguna manera, también a él le queda la tranquilidad de que voy por amor y que no hay ningún tipo de interés mezquino disimulado. Veré que hago allá, tendré que aprender a decir «changa» en alemán.

Así que gente, a partir de diciembre estaré reportando desde Alemania.


Historias inesperadas (V-Final)

Ana María se acomodó en el asiento, inquieta, intentando encontrar la posición más cómoda. Decidió dejarse la campera puesta; el clima en los colectivos de larga distancia era siempre extremo. O exceso de frío en verano, al punto que siempre terminaba lamentando el  no haber llevado una campera abrigada de invierno, o tremendamente caluroso en invierno, de modo que habría hecho falta llevar remera abajo del abrigo. Había pedido ventanilla; solía distraerse dejando vagar la mirada en la monotonía del paisaje, ya fuera poblado de girasoles idénticos, circundado de vacas indolentes o desolado y estéril. Esta vez, sin embargo, no vería nada. Eran las once de la noche en punto y sintió el movimiento del colectivo saliendo de la plataforma suavemente hacia atrás. Temía que la ansiedad y el mareo que solía acosarla en el piso superior de los colectivos no la dejara dormir, pero en cuanto se colocó los auriculares y apoyó la cabeza en el respaldo del asiento apenas alcanzó a ver cómo todo a su alrededor se desvanecía.

Se despertó en la terminal de Córdoba. Buscó sus cosas, hizo fila un largo rato a la espera de un taxi y con seguridad indicó al taxista la dirección del departamento de sus primos, no fuera a ser que le dieran un tour por la ciudad sin haberlo pedido. Sus primas ya la esperaban contentas por la visita. Ana les había contado la historia de Lukas. Apenas entró la bombardearon a preguntas sobre él, si ya lo había visto, que cuando llegaba, dónde se encontrarían, si estaba nerviosa. Se arregló y se sentaron a desayunar. Ana casi no pudo comer: sentía el peso de un yunque en el estómago. Rápidamente se pusieron al día, intentando distraerse en la espera. Sonó el intercomunicador. Las tres se sobresaltaron a un tiempo y Victoria corrió a atender. Ana escuchó como en un eco a su prima decir «ya baja» entre risitas nerviosas. Salió al pasillo, tomó aire, y comenzó a bajar las escaleras.

Recién al llegar al último escalón levantó la mirada, y se encontró con un par de ojos celeste oscuro que la esperaban inquietos. Lukas sonrió y se dirigió hacia ella.

En ese momento, Ana María tuvo la sensación de que algo más fuerte que ella la había llevado hasta allí, que todo en esta vida tenía su razón de ser. que nada era casualidad. Como en una película rememoró aquel primer encuentro. Si no hubiera salido tarde ese día, si Andrea no hubiera decidido doblar en esa esquina, si no se hubieran distraído mirando zapatos en una vidriera, si hubieran elegido otro café al cual ir. Si Lukas hubiera decidido no salir, o lo hubiera hecho en otro horario, o hubiera decidido no frenarla en la vereda al escucharla hablar. Seis años después ahí estaban, frente a frente, al pie de una escalera de un edificio desconocido para los dos.

Lukas balbuceó un «hola» entrecortado, la abrazó y la besó tímidamente. Ella sintió sus piernas temblar sin control, y rogó internamente que él no se hubiera dado cuenta. Se besaron largo rato, reconociéndose, sonriendo, suspirando aliviados porque el presente era el mismo futuro que se habían imaginado. Ana le confesó entre risas que no lo recordaba tan alto, y Lukas le contestó que él tampoco la había pensado así. La tomó de la mano y la besó de nuevo.

En los días siguientes se dedicaron exclusivamente a ellos mismos. Descubrieron que compartían más gustos e intereses de lo que sospechaban. Pasearon por toda Córdoba, olvidándose de las horas y los días, absorbidos en el otro. El sentimiento que los unía crecía vertiginosamente a cada instante. Disfrutaban sorprendiéndose, quebrando la rutina, llenando de espontaneidad cada momento. Valoraban cada segundo juntos; sabían que su tiempo era limitado antes de caer de nuevo en la distancia. Pero ya no importaba: entendían que para ellos sólo cabía un futuro común.

THE END

N. de la R.: Para Boyfriend, porque tu historia ahora va junto con la mía. Gracias por encontrarme.


Historias inesperadas (IV)

Ana María abrió los ojos, sobresaltada. El sonido del despertador la había arrancado abruptamente del sueño profundo en que se hallaba inmersa. Atontada todavía, manoteó torpemente en la oscuridad hacia donde, creía, provenía el molesto pitido. Sintió el quejido del plástico al chocar contra el piso y romperse en mil pedazos. El silencio absoluto que se hizo a continuación le confirmaron que el aparato no había sobrevivido a la caída. Molesta, se sentó en la cama y se desperezó. El cansancio no había cedido en toda la noche. Sintió náuseas, provocadas por las pocas horas de sueño y las dos tazas grandes de café de la noche anterior.

Se duchó, se preparó un té con tostadas y se dirigió a su escritorio, donde la esperaban una pila de libros de donde asomaban papelitos dispuestos en todas direcciones a modo de señaladores. Tomó un libro y calculó la cantidad de hojas que todavía le quedaban por leer, más las que debía volver a repasar. En total sumaban aproximadamente mil, y la letra era chica. Suspiró resignada, y se sumergió en la lectura.

Hacía 4 años que se encontraba de vuelta en Argentina. Había ingresado en la Universidad y ya no veía la hora de terminar para poder volver a Alemania. Había dejado muchos amigos muy queridos, y sólo un par había viajado a visitarla. Trabajaba de vez en cuando para poder juntar el dinero necesario para volver. Se hallaba aún muy lejos de la meta, pero estaba determinada a conseguirlo.

En una pausa de estudio prendió la computadora. Ingresó a Facebook, como solía hacer cuando la lectura la saturaba. Comenzó a revisar la página principal de noticias, cuando de repente saltó en la silla. Rianna, una amiga alemana, acababa de agregar entre sus amigos a Lukas H. Ana no podía creerlo. Tenía que ser el mismo con el que ella había salido; el apellido era muy poco común. Hacía años que no había vuelto siquiera a pensar en él. No estaba segura de recordar bien su rostro. Y no sabía que Rianna y él se conocían. Sonriendo todavía, cliqueó en el nombre para asegurarse de que efectivamente era él. Tras dudarlo unos segundos le envió una solicitud de amistad, y esperó.

Al día siguiente tenía una confirmación de solicitud aguardándola. Le envió un mensaje saludándolo y preguntándole si la recordaba. Lukas apareció en el chat. Le tomó poco tiempo a Ana darse cuenta que él no sabía quién era ella. Sonrió. Han pasado ya casi cinco años, pensó, y sólo tuvimos una cita. Decidió sacarlo del apuro, relatándole la cena que habían compartido. Él se acordó de inmediato. Se disculpó, le explicó que ella había cambiado demasiado físicamente en ese tiempo y que a pesar de que había visto sus fotos no había podido relacionar a la muchacha que a él había conocido con la mujer que ahora veía.

Pasaron los meses. Ana y Lukas se cruzaban ocasionalmente en el chat, y cuando ocurría hablaban por horas. Compartían gustos musicales, cinéfilos, literarios. Tenían un sentido del humor muy parecido, y la conversación siempre fluía por los canales menos pensados. Sin darse cuenta siquiera, comenzaron a hablar todos los días. Semanas más tarde comenzaron a quedar de acuerdo para encontrarse. Luego decidieron realizar una videoconferencia. Ambos estaban sumamente nerviosos. Cuando Lukas apareció en la pantalla Ana sonrió. Era todavía más atractivo de lo que recordaba o mostraban las fotos. Volvía a escuchar su voz de nuevo, su acento cordobés, su risa.

Unos días después Lukas le dijo, seriamente: Quiero viajar a Argentina. Quiero verte.

Ana se paralizó en la silla. Sintió el corazón desbocarse en el pecho.

(To be continued…)


Ooooooommmmmmm

La semana pasada Esteban, uno de mis mejores amigos, me invitó a una fiesta que organizaba su nuevo grupo del curso de «El arte de vivir» para el sábado. Debo aclarar que jamás tuve una buena relación con todas esas cosas cuasi esotéricas, por lo que me pasé un buen tiempo llamando al curso algo así como «Saber vivir», «Aprender a respirar» o «El yoga de la vida» hasta que aprendí cómo era, ante la impaciencia de Esteban. Decidió invitarme de todas maneras para que pudiera ver de qué se trataba, y porque otra de mis mejores amigas, Amparo, también iría porque había hecho el curso. Esteban me aclaró que la fiesta era «De 19 a 00 horas, sin alcohol, sin humo y tocan mantras electrónicos». Yo no entendí por qué la llamaban «fiesta» si era casi a la hora de merendar, no se podía tomar ni fumar, y para colmo pasaban música electrónica (que me gusta tanto como Chayanne, Luis Miguel, Carlos Baute, RickyMartin y todo el resto del equipo de «romántico y latino», es decir cero, y de mantras sabía tanto como de ikebana).

De todas maneras compré la entrada y Adriana, otra amiga en común, hizo lo mismo para acompañarme. La situación que Aureliana se representó en su cabeza fue ésta: juntada tranquila de gente que hizo el famoso cursito y amigos de éstos, en alguna confitería, todos sentados tomando juguitos y de fondo una música sintética pero tranquilizadora. Aureliana se puso botinetas con taco, remerita, pañuelito largo al tono y saquito, se maquilló contra su costumbre y salió.

Al llegar se encontró con esto: salón grande que se usa para recitales, todo oscuro, y un par de flaquitos cebadísimos en el escenario cantando en algo que para mí tranquilamente podría haber sido arameo (después me aclararon que era sánscrito; no entiendo por qué cantan en una lengua que casi ni se usa si de todas maneras NADIE entiende lo que dice, muy probablemente ni siquiera ellos). Me pareció escuchar algo de «Hare Krishna», pero dada mi ignorancia con respecto al sánscrito me autoconvencí de que debía estar escuchando seguramente mal (eventualmente resultó que mis oídos habían captado la esencia de la cuestión). Todos adentro agitaban las manos hacia el escenario y saltaban alegremente como poseídos. En una de las paredes había un afiche naranja que rezaba «Jai Guru Dev», que según Esteban significaba algo así como «Buenos días muchas gracias» y según Wikipedia «Victoria a Gurudev (maestro)».

Me felicité internamente por haber llegado después de las 22. Apenas divisé a Adriana no pude contener la risa: su expresión de incredulidad y escepticismo era la misma que la mía. Apostamos a ver quién soportaba más tiempo ahí adentro. En un segundo dejaron de tocar, subió un hombre vestido de blanco y empezó a dirigir: un brazo para acá, el otro para allá, giren a la derecha, los brazos hacia arriba, hacia abajo…De repente me encontré parada en el medio de la gente mirando cómo todos se agachaban siguiendo las instrucciones y sin poder  hacer ni la mímica porque ya estaba comiendo concentradamente una porción grande de pizza caprese en forma de cono. A mi lado un hombre, uno de los 5 que también se habían quedado parados, me miró con cara de yoquehagoacá. Luego de terminar de atacar la pizza, nos dirigimos con Adri hacia la salida para poder fumar un cigarrillo y descansar los oídos. En ese preciso momento desde el escenario exhortaron a realizar un gran abrazo grupal, de manera que todos comenzaron a caminar hacia atrás abrazados formando un círculo y encerrándonos a las dos antes de que pudiéramos alcanzar la meta. Quedamos aplastadas entre los cariñositos y la barra de juguito. De más está decir que tuvimos que abortar la escapada.

A la hora las ganas de irme y la imagen mental de una cerveza fría con un cigarrillo me superaban, y disimuladamente enfilé nuevamente hacia la salida. Me encontré con Esteban en la puerta, que me pidió que me quedara un poco más así podíamos conversar. Entré a regañadientes y en ese momento ordenaron nueva sesión de meditación. No más banda, todos sentaditos en el piso y concentrados. Esteban me pidió que lo intentara, a lo que me negué, hasta que insistió tanto que terminó convenciéndome. Cerré los ojos y empecé a relajarme muy de a poco, hasta que de repente escuché «Teik e dip brez» a todo volumen por los parlantes, con el mismo acento de Ketut en Comer, rezar, amar y la risa arrasó con la poca concentración que estaba logrando. El hecho de que continuara con frases como «Teik anader dip brez» y «Yor bodi is e prrressssshhhhios gif» decididamente tampoco colaboró con mi causa.

Al margen de que sigo, y seguiré, sin interesarme por toda la temática, desde el momento en que hice oídos sordos a Ketut y comencé a relajarme descubrí lo placentero que puede llegar a ser cerrar los ojos, olvidarse de todo y sentir la calma invadiendo cada espacio del cuerpo. Cierto es que estuve a punto de hiperventilar de tanto respirar hondo, pero me felicité por haber aguantado toda una hora y media.

Y a ustedes sólo me queda decirles: Jai Gurudev a todos!


Gente bien

Hay pocas expresiones que me disgusten más que ésta. En primer lugar, se trata de algo totalmente subjetivo y arbitrario. Siempre me resultó chocante, snob, a la par que inevitablemente discriminatorio. Todos la hemos escuchado, en mayor o menor medida, en el transcurso de nuestras vidas. Por lo general, en todas las ocasiones en las que he intentado que la persona que se aferra a este (¿principio?) ahonde en su significado, sistemáticamente obtengo la misma respuesta: gente «como uno», «de buena familia», «gente bien, vos sabés a qué me refiero». No. No lo sé.

La sola frase denota soberbia en cantidades industriales, desde que el que la utiliza necesariamente se incluye a sí mismo (vaya uno a saber en virtud de qué, dada la ambigüedad del concepto) en este grupo de «privilegiados». ¿Será que se refieren a las buenas costumbres? Si fuera por eso, bastaría con comportarnos modositos en la mesa, ser políticamente correctos, buenos vecinos, pulcros, recatados, etc. No creo que alcance. Y con «buena familia», ¿se referirán a apellidos de renombre? Hay más de un caso de retoños de familias de reconocido status y posición social, de esos de apellidos divinos y altisonantes, compuestos y todo (¡a veces hasta con guión!), y sumamente europeos, que resultaron ser tiros al aire, pero de los importantes. ¿A gente con dinero? Si el dinero no hace a la felicidad, dudo que le haga a la bondad. Me viene a la mente la escena de Titanic donde las señoras de título nobiliario evitan a Molly Brown por considerarla «una nueva rica»; luego del hundimiento la señora Brown se peleó con todo el bote salvavidas en el que se hallaba para que volvieran a buscar sobrevivientes, mientras otro bote se alejaba con sólo 12 «gentes bien» a bordo. ¿Se referirán entonces a personas que no quebrantan la ley, buenos ciudadanos, gente caritativa, generosa? ¿A todos esos «requisitos» juntos? Si hay gente bien, ¿hay también «gente mal»? ¿Es lo mismo «gente bien» que «buena gente»?

No creo que el concepto de «gente bien» sea equivalente al de «buena persona». Curiosamente, la RAE recepta la expresión, definiéndola como «la de posición social y económica elevada». RAE o no RAE, me da la sensación de que el significado se amplía en la práctica, abarcando cada vez más presupuestos que la «persona bien» debe cumplir. Como diría la canción,

Discriminarlo
incriminarlo
como si fuera la peste
mientras que no estés
con la gente bien
ojos que no ven
porque no quieren verte.


Historias inesperadas (III)

 

Lukas vertió el vino en su copa. El líquido rojo adquirió una coloración aún más oscura en la penumbra de la habitación. Ana María, en un juguetón amague, tapó su copa con la mano y levantó la vista, desafiante, hasta encontrarse con la suya. Lukas sonrió e insistió en servirle aunque fuere hasta la mitad. Ella finalmente cedió, riendo despreocupada: el efecto del alcohol se extendía ya cálidamente por todo su cuerpo, relajándola, derribando lenta y solapadamente sus barreras.

Lukas se dirigió al sillón, indicándole que lo siguiera. Tomó un libro de una estantería y se sentó al lado de ella. Abrió el libro. Era una compilación de fotografías de Múnich, en blanco y negro, antes de que fuera destruida por la guerra. Ana María quedó fascinada. La ciudad se percibía tan antigua que jamás habría imaginado que había sido reconstruida lo más fielmente posible a su original luego de haber quedado reducida a escombros y sombra por los bombardeos. Lukas, cuya familia había vivido durante generaciones enteras en la ciudad, le contó su historia. Ella lo escuchó atenta, cautivada por el relato, mientras deslizaba suavemente un dedo por el borde de la copa, dibujando la circunferencia distraídamente. Le preguntó si el libro le interesaba, a lo que Ana se apresuró a responder afirmativamente. Le dijo que era suyo si lo quería. Ella le agradeció con entusiasmo. Lukas rió, se inclinó levemente y de improviso la besó. Ana se estremeció al contacto con sus labios, sintiendo cómo su pulso se aceleraba y la sangre pujaba feroz hacia su cara, quemando todo a su paso, ardiéndole en las mejillas, sonrojándola de inmediato. Tímidamente atinó a devolverle el beso apenas superada su sorpresa. Lukas le corrió un mechón de pelo que caía desordenado por su cara, y la acarició dulcemente. Las pupilas febriles de Ana le sostuvieron la mirada hasta que Lukas nuevamente comenzó a besarla.

De repente Ana miró el reloj. Se sobresaltó. Eran las cinco de la mañana, y hacía ya rato que debía haber regresado a casa. La noche había durado lo que un suspiro. Se abrigaron y salieron apresuradamente. Llegaron justo a tiempo a la parada de colectivos. Lukas la tomó suavemente del brazo y la besó de nuevo, encerrándola en un abrazo. Ana subió y marcó su ticket sin mirar hacia atrás.

Lukas se quedó parado, inmóvil, hasta que el el colectivo se perdió de vista en la niebla. Caminó de vuelta a su casa, confundido, ensimismado. El corazón le latía todavía fuerte adentro del pecho. Es muy joven todavía, cavilaba. Sabía que ella sólo le quedaban algunos meses más allí, y después se abriría todo un océano de distancia entre los dos. Llegó a su casa, se tiró en la cama y miró largo rato hacia el techo. Finalmente se quedó dormido.

Ana se despertó aturdida. Había llegado a destino. Atontada, trastabilló y descendió torpemente. Caminó las pocas cuadras que la separaban de casa. El viento helado golpeó su rostro, espabilándola. Sintió sus extremidades entumecerse, y al bajar la vista descubrió que su tapado negro estaba cubierto de blanco. Era la primera nevada del año. Observó distraídamente los copos bailar en su caída, indefensos ante los caprichosos vaivenes del aire. Recordó haber leído alguna vez que no había dos copos iguales, aunque no estaba del todo segura. Claramente no tenía intención alguna de pararse a comparar mientras sus pies se aterían. Apuró el paso, entró sigilosamente por la cocina y se acercó a la estufa. Subió las escaleras procurando no hacer ruido con el crujir de la madera, asentando levemente la punta de los pies en el borde de cada escalón, mientras contenía la respiración. No quería tener que dar explicaciones ni hablar con nadie a esa hora, sobre todo desde que, estaba segura, aún debía oler ligeramente a vino. Se desplomó en su cama, mientras la noche entera danzaba en su cabeza desordenadamente, en una sucesión de imágenes borrosas y superpuestas. Una sonrisa se dibujó en su rostro, y en ese preciso momento comprendió que lo último que necesitaba en esa etapa de su vida era involucrarse con alguien.

Sus ojos se cerraron lentamente y cayó en un sueño profundo y sin recuerdos.

(to be continued…)


Cuarto de siglo

Ayer fue mi cumpleaños. Sí, soy de Virgo, como seguramente estarán calculando mentalmente varios. En lo que a mí respecta podría haber sido de Piscis, Tauro o Géminis que no distingo la diferencia. Me niego a creer que el hecho de haber nacido en un período de tiempo particular determine mi personalidad. En teoría, según he oído decir, yo debería ser perfeccionista y sumamente ordenada. Tengo bastante de perfeccionista, pero el orden definitivamente no es uno de mis puntos fuertes -en este preciso momento, mi habitación podría haber sido tranquilamente el escenario de guerra de un par de tribus salvajes dispuestas a destruir todo a su paso-. De todas maneras, creo que el argumento más contundente radica en la vaguedad de las expresiones que utilizan los oráculos de los astros, tales como:

  •  Dinero: cuidado con lo que haces con él, de lo contrario no llegarás a fin de mes. (En la situación actual de nuestro querido país esto se aplicaría al 90% de la población, aunque sean austeros).
  • Amor: no descuides a tu pareja, podría cansarse de tí (consejo válido para cualquier signo).
  • Bienestar: «Debes cuidar tu salud y no cometer excesos. Si acompañas el cuidado con un poco de deporte suave, tu cuerpo estará agradecido» (LNonline de hoy). No se la jugaron ni un poquito.

Finalmente terminé de obviar todo consejo o predicción astrológica cuando un buen día, mientras curioseaba la sección en cuestión de algún diario o revista me di cuenta que en realidad los intercambiaban a gusto y piacere de mes en mes y de signo en signo.

En otro orden de cosas, ayer fue un día realmente lindo para mí. Mi familia y mis amigos me acompañaron durante todo el día, a la tarde a puro mate y a la noche entre pizzas, birra y tortas varias. Aquellos que por estar en otra provincia o afuera del país no pudieron acompañarme físicamente se encargaron de llamar por teléfono o llenar mi muro de mensajitos. Resulta tremendamente gratificante sentirse tan querida por la gente que uno quiere tanto.

Fue un momento de replanteos también. El terminar de digerir que ya estoy lejos de ser chica y el hecho de asumirme como mujer, con nuevas responsabilidades y proyectos. Fue un cuarto de siglo fuera de serie, con sus cosas buenas y sus cosas malas, pero me animo a decir que el balance es positivo. Apareció asimismo una cierta necesidad de agradecer también el haber vivido 25 años increíbles, llenos de oportunidades y rodeada de gente realmente adorable. Soy consciente de que me ha tocado mucho más que a mucha gente, y creo que eso también me genera el deber de devolver a la sociedad, al que no tiene, aunque sea una parte de todo aquello que me tocó por nacimiento y no por mérito propio. Para mí, eso de vivir cada día como si fuera el último no significa un pase libre al libertinaje absoluto, sino vivir de forma tal que si muriéramos mañana, tendríamos la conciencia tranquila por haber dado mucho, por haber pensado y sentido con el otro.

Ayer fue uno de mis mejores cumpleaños. ¿Cuál fue el tuyo?


Historias inesperadas (II)

Andrea sonrió y bajó la mirada. Le preguntó a Ana si quería que le pasara el número o si prefería que le contestara con alguna evasiva, aun adivinando la respuesta. Ana reflexionó en silencio unos instantes, sabiendo que habían códigos de por medio que era mejor no romper. Andrea comenzó a escribir el número de Ana y envió el mensaje con una mueca entre burlona y divertida.  Su amiga suspiró aliviada. Siguieron conversando animadamente, hasta que minutos más tarde el celular de Ana sonó. Lukas la invitaba a cenar. Le contestó que se encontraba en Berlín, que en pocos días estaría de vuelta y que también le gustaría verlo de nuevo.

Cuando finalmente llegaron a Múnich Lukas llamó para coordinar. Quedaron en que Ana tomaría el subte hasta Münchner Freiheit, en pleno corazón muniquense, donde Lukas pasaría a buscarla alrededor de las ocho. Cuando llegó la noche señalada, Ana se arregló lo mejor que pudo. Cambió varias veces de vestuario frente al espejo. Nada la convencía del todo. Los kilos ganados en los meses que llevaba viajando le resultaban difíciles de disimular. Por suerte es invierno, se consolaba a sí misma, con toda la ropa que necesito para resguardame del frío tal vez no se note. Se decidió finalmente por un estilo más bien casual, se maquilló levemente y partió con un nudo en el estómago.

Para llegar debía hacer varias combinaciones. Caminó hasta la estación de tren con paso veloz; no quería llegar tarde. Iba bajando la escalera cuando sintió el sonido característico del tren al arribar al andén. Maldita puntualidad alemana, farfulló entre dientes, mientras saltaba los escalones de tres en tres a riesgo de doblarse un tobillo en la carrera. Las puertas comenzaron a cerrarse y Ana María saltó hacia el interior. Todavía agitada buscó un asiento y se observó en el reflejo de la ventanilla. Ya estaba despeinada. Fastidiada, cerró los ojos, mientras mentalmente repetía todas las paradas que todavía debía atravesar para llegar a destino.

Los venticinco minutos exactos que duró el viaje, en su ansiedad, le parecieron una hora y media. Descendió en Marienplatz, donde debía abordar el subte. Insegura, buscó los carteles de señalización; aun no se encontraba familiarizada con la red de transporte de Múnich a pesar de que era considerada una de las más organizadas de toda Europa. Encontró el subte correspondiente, chequeó que la dirección también fuera la correcta y esperó. Cinco minutos después abordaba.

Llegó a Münchner Freiheit con el corazón acelerado. Le escribió un mensaje a Lukas para avisarle que ya se encontraba allí, como habían convenido. Transcurrieron cinco minutos. Diez. Ana comenzó a impacientarse. ¿Y si no se reconocían? Después de todo no se habían visto durante mucho tiempo y de esto hacía ya un par de semanas. Comenzó a caminar, cavilando, de una punta a la otra. En eso estaba cuando apareció Lukas, con paso apurado, disculpándose por la demora. La saludó apresuradamente con un beso en la mejilla, y se ruborizó ligeramente cuando le confesó que debía ser uno de los pocos alemanes para quienes la puntualidad era una batalla perdida de antemano. Ana María sonrió asegurándole que no había esperado tanto de todas maneras. El nudo en su estómago no parecía dispuesto a ceder ni un milímetro.

Lukas la guió por las calles de Schwabing, donde se encontraban. A pesar de la hora la noche ya se había cerrado sobre ellos. Ana no lograba discernir exactamente dónde se encontraba. De repente desembocaron en una casa enorme, bellísima, de estilo señorial, y él sacó una llave de su bolsillo. Ana María se sobresaltó. Había entendido que saldrían a cenar a un restaurante, un lugar neutral, y se encontró cruzando el umbral de la casa de un perfecto desconocido, en un país donde ni siquiera hablaba todavía el idioma, donde nadie sabía donde estaba en ese momento. Reacomodó rápidamente la expresión de su cara a una sonrisa lo más distendida posible.

La llevó hasta el piso superior. Le explicó que la casa había pertenecido a sus abuelos y que ahora la habían subdividido con sus tíos. Ingresaron en la cocina y Lukas descorchó una botella de vino que había comprado especialmente para la ocasión. Con un destello de picardía en la mirada le enseñó el lugar de origen. Era el de la provincia de Ana. Ella sonrió, halagada de que hubiera reparado -y recordado-el detalle. Sirvió la bebida en dos copas y terminó de dar los últimos toques a la comida.

Lukas sabía cocinar, y muy bien, de hecho. A la ensalada caprese le siguió pasta. Ana estaba impresionada. La cocina era para ella un territorio inexpugnable: habían llegado a pedirle que por favor no cocinara más desde que se las ingenió para quemar fideos.

Conversaron durante horas. Lukas había viajado ya por muchos lugares. Esto, sumado a su capacidad de observación y su natural desenvoltura lo convertían en un interlocutor excepcional. Le contó de culturas de las cuales ella sabía poco y nada; de músicos y bandas que jamás había oído nombrar y de escritores a los cuales a sus recién estrenados dieciocho años aun no había tenido tiempo ni oportunidad de leer. La admiración comenzó a abrirse paso en su interior. Al mismo tiempo se sintió infantil, poco interesante, insípida. A Lukas le importaba poco y nada que ella supiera de qué le hablaba. Sentía curiosidad por esa chiquilla, como la pensaba él. Lo embargó una imperiosa necesidad de conocerla mejor, de comprender qué se ocultaba tras esos grandes ojos oscuros de expresión ingenua. Como hábil conversador que era, desvió la atención hacia temas en los que, adivinó, Ana podría sentirse cómoda. La atracción mutua aumentaba inevitablemente a medida que transcurría la noche.

El destello de picardía volvió a asomar a los ojos de Lukas, y descorchó una segunda botella.

(to be continued…)


Historias inesperadas (I)

Hoy tengo ganas de contarles un cuento.

Ana María y Andrea, su amiga colombiana, se juntaban esa tarde a tomar un café en el centro de Múnich con algunos amigos y conocidos de Andrea. Como el clima era agradable -hablando en términos de clima alemán, quería decir ni más ni menos que ese día el sol asomaba tímidamente, pero entibiaba al fin; no había llovido y la temporada de nieve todavía se encontraba a un par de meses de distancia-, decidieron caminar. Andrea, que ya llevaba varios meses viviendo allí señalaba el rumbo, y Ana María se limitaba a seguirla totalmente fascinada, observando boquiabierta cada moldura, cada edificio, cada negocio, cada esquina. Desembocaron en una de las calles más importantes de la ciudad y siguieron caminando hacia al norte, mientras hablaban a voz en cuello y se reían a las carcajadas de quien sabe qué idea nueva o qué anécdota recurrente. De repente Ana sintió un tironcito suave en su brazo, y un muchacho rubio, de ojos azul celeste y mirada diáfana las increpó.

Hablaba perfecto español, con marcado acento cordobés. Se presentó como Lukas, les explicó que las había escuchado hablar al pasar y al notar que una de ellas hablaba como argentina no había resistido el impulso de detenerlas. Ana contestó que efectivamente ella era argentina. Extrañada todavía por la situación, y pensando en su fuero interno que era decididamente lindo, sintió ganas de quedarse con él charlando un rato más. Le explicaron que habían quedado ya en verse con unos amigos en un café y Lukas decidió ir con ellas. En el transcurso de la tarde les contó que tenía 24 años, 6 más que ellas; que había vivido varios meses en Córdoba como parte de un intercambio universitario y que era allí donde había aprendido a hablar español; que estudiaba Letras y hablaba varios idiomas. Las chicas a su vez le contaron que estaban instaladas por unos meses allí, que querían aprender alemán y que amaban la ciudad, su gente y su cultura. Entre charla y café, descubrieron que el mejor amigo de Lukas, Juan, era de la misma ciudad que Ana, y que el padre de ésta era a su vez muy amigo de la madre de aquél. Es que el mundo es un pañuelo, dijeron todos.

Charlaron un buen rato. Más de una vez las miradas de Ana y Lukas se cruzaron, y ella se descubrió incapaz de sostener la suya. Hacía ya tiempo que no sentía semejante timidez ante un hombre. La tarde pasó rápidamente y Lukas se levantó para retirarse. Ana deseó fervientemente que le pidiera su teléfono; sabía que quería volver a verlo. Él se inclinó y le pidió el número de celular a Andrea, quien se lo dio sin pensarlo dos veces. Ana disimuló su decepción rápidamente y compuso su cara con una sonrisa. Se despidieron, y ambas volvieron a casa. Tenían mucho que hacer: en unos días viajaban a Berlín con amigos y debían organizar todo para el viaje. La semana pasó tan velozmente que ninguna de las dos volvió a recordar aquel encuentro, y de repente se encontraron en el tren rumbo a la capital.

Una vez allí se dedicaron a recorrer todo Berlín: los restos del Muro, la Puerta de Brandenburgo, el Checkpoint Charlie y varios museos. Una noche, en la terraza del Parlamento alemán, desde donde disfrutaban la vista panorámica de la ciudad, Lukas envió un mensaje al celular de Andrea, pidiéndole el número de teléfono «de la argentina». Andrea buscó inmediatamente a Ana María y le mostró el mensaje. Ambas se miraron.

(To be continued…)